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A propósito de la guerra de patentes


Publicado el : 28 de Febrero de 2007

En : General

Por Pablo Regent, profesor del IEEM

Al igual que muchos, suelo conducir con la radio sintonizada en alguna emisora fija más allá del interés en el tema que se esté tratando. Un par de meses atrás algo captó mi atención. Estaban discutiendo acerca de nuestra tan tradicional guerra de patentes. Obviamente no fue el tema lo que llamó mi atención, pues es imposible que a un uruguayo asunto tan trillado –y tan inexplicable– le provoque una mínima emoción. Lo que hizo que pasara de oír a escuchar fue el argumento que uno de los panelistas esgrimió. Este dijo que había quienes estaban manejando una solución, usada en otros países, que consistía en que la patente se pagara en forma de impuesto al combustible. De esa forma se recaudaría en donde la persona carga combustible, que va a ser seguramente en las inmediaciones de la zona en la cual circula habitualmente.

Advierto al lector que he escuchado, y hasta podría llegar a compartir, que en Uruguay es imposible tal sistema pues dadas nuestras permeables fronteras y la tradicional asimetría de precios con nuestros países primos hermanos –el concepto de hermano, al menos en mi familia, implica un relacionamiento que no se parece mucho al que mantenemos con nuestros países vecinos–, sería muy sencillo evadir la patente.

Muy a mi pesar la polémica terminó inmediatamente. Uno de los contertulios argumentó que sería una medida injusta pues los que tienen coches más nuevos, que suelen consumir menos combustible, pagarían menos mientras que los que tienen coches viejos y consumen más, pagarían una cifra mayor. Y se acabó la discusión.

¿A qué viene todo esto? A que es muy común que cuando se analizan situaciones complejas, se concluyan soluciones sin definir a priori el problema real. Siguiendo con la anécdota ¿dónde está escrito que la patente es un impuesto a la riqueza? O más importante aún, ¿estamos todos de acuerdo en qué es lo que se pretende con ella? Si queremos llevar adelante una discusión intelectualmente honesta, como primer paso se impone definir qué se busca con la patente. Algunos fines podrían ser los siguientes:

  • Mejorar el parque automotor. Esto puede ser considerado deseable pues un parque automotor más moderno contribuye a que haya coches en mejores condiciones, por lo tanto, menos accidentes por mal estado de los frenos, de las cubiertas, o de la parte del vehículo que sea. A su vez, un parque automotor más moderno contribuye a una menor contaminación. Más aún, en un país importador de petróleo, cuanto más eficiente sea el consumo, mejor para las cuentas nacionales. Si este fuera el caso, sería muy razonable que la solución pasara por patentes más caras a los coches más viejos. Más aún, la mayor venta de coches nuevos redundaría en mayores impuestos recaudados por el gobierno central. Si esto se hiciera por el sistema actual o a través del combustible, ya es otro asunto, pero no podría eliminarse la eventual solución por un ligero “es injusto”.
  • Cobrar al ciudadano que utiliza los servicios públicos. Mantener las calles y rutas cuesta dinero. De la misma forma que los peajes se cobran independientemente del costo o de la antigüedad del vehículo, cuando uno rueda por la ciudad está desgastando un bien público, obligando a pagar salarios de inspectores de tránsito que velen por la seguridad vial y consumiendo otros servicios municipales que seguramente se generan con cierta proporcionalidad a la cantidad de vehículos circulando. En este caso, parece también “justo” que pague más quien consume (circula) más, más allá del año en que fue fabricado su coche.
  • Recaudar para cubrir los déficits municipales. Obviamente que en este caso lo que importa es la capacidad contributiva del ciudadano propietario de un vehículo y por lo tanto es válido argumentar que quien tiene un coche más nuevo está en condiciones de pagar más impuestos. Si este fuera el objetivo de la patente, la “equidad” manifestada en el programa radial es, sin lugar a dudas, lo correcto.

Es necesario entrenarse para no elegir soluciones sin antes haber definido el problema. Un problema mal definido sólo puede tener una buena solución por azar. Por otra parte, cuando uno analiza a fondo un problema para tratar de definir exactamente su naturaleza, ya ha logrado acercarse mucho a la solución menos mala. ¿Cómo se hace esto? Veamos los pasos aplicados al ejemplo que hemos estado manejando.

  1. Determinar los hechos relevantes: en nuestro caso, patentes a tasas diferentes por departamento, problemas de caja municipales, imposibilidad de sostener campañas de represión por períodos prolongados, número y estado del parque automotor, políticas públicas acerca de uso de combustibles y contaminación ambiental, reforma tributaria en ciernes, etc.
  2. Definir el problema: a partir de los hechos relevantes determinados en el punto anterior, se define el problema, esto es, una circunstancia que obliga a tomar una decisión, para lo cual es imprescindible que existan alternativas. Aquí el problema podría ser cualquiera de los tres mencionados antes.
  3. Identificación de alternativas: en tercer lugar, llegamos a las alternativas. En nuestro caso, siguiendo con el análisis anterior, nos quedamos con las tres antes comentadas: Patente única, Todo como ahora, Patente en los combustibles.
  4. Elección de criterios: el paso que sigue es uno que no es intuitivo pero que es fundamental. Se trata de definir las consecuencias o resultados que se pueden llegar a dar si se opta por una u otra alternativa. No sólo se trata de los objetivos buscados. Se trata también de aquellas cosas que pueden llegar a suceder, aunque no las desee ni las busque. En nuestro caso, quizás las más obvias sean recaudación municipal, mejora / desmejora del parque automotor, percepción de justicia por parte de la ciudadanía.
  5. Análisis: finalmente llegamos al análisis, recién ahora. Este análisis eventualmente podrá llegar a mostrar que una alternativa, por ejemplo, si optamos por Patente única, tendrá como consecuencia una percepción mayor de justicia por parte del ciudadano medio, aunque eventualmente un problema de caja en algunos municipios. Por otra parte, si optamos por Patente en los combustibles, seguramente impactará en una sensible mejora del parque automotor, pero se generará una percepción de injusticia en un importante sector de la ciudadanía.
  6. Decisión: al final hay que decidir. Cuando estamos frente a problemas que no son triviales, por lo tanto, no tienen una alternativa de solución evidente, la decisión consiste en optar por la alternativa menos mala. Decimos esto pues normalmente cada una de las alternativas identificadas presenta efectos positivos en algunos criterios, pero también efectos negativos en otro. En esta etapa es donde entran a pesar las orientaciones ideológicas, los prejuicios o simplemente las preferencias de un colectivo con más poder que otro. Está bien que sea así, en el acto libre de decidir manifestamos nuestra escala de valores, y ella no es igual en todas las personas, ni nunca lo será.

En definitiva, mi posición personal sobre el asunto de la patente es irrelevante. No tanto debido a que no me importe el tema sino a que no he realizado ni de lejos un estudio cabal sobre él. Lo que sí pretendo con esta columna es alertar acerca de que los asuntos serios, y el de la patente lo es por múltiples razones, han de ser analizados en forma, valga la redundancia, seria. Quizás no es tan grave cuando esta frivolidad para emitir juicios de valor se da en los medios –aunque como formadores de opinión las consecuencias son profundas–, pero es gravísimo si se da en aquellos que han de tomar decisiones que afectan a muchos. Seguir los pasos que presentamos no es garantía de que las soluciones sean acertadas. Pero estos pasos, que conforman lo esencial del Método del Caso, han demostrado ser muy útiles para limitar las decisiones con consecuencias no deseadas. Como mínimo, son de gran ayuda para pensar las cosas mejor antes de realizar afirmaciones temerarias que no resisten un análisis mínimo.

Publicado en Revista de Antiguos Alumnos del IEEM, n.° 27, febrero de 2007.


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