Por Juan Martín Olivera, profesor del IEEM
Silencio. Me siento a escribir esta columna y me distraigo con el golpe de un martillo sobre una losa que cede, la sierra cortando varillas, el murmullo constante de una peluquería dos pisos más abajo. Silencio. Cierro la ventana que por fortuna tiene doble vidrio, respiro hondo, y empiezo a tipear.
En el vértigo de nuestra jornada, el silencio parece un lujo exótico. Pero tiendo a pensar que en realidad es un músculo que hemos dejado atrofiar. Para quienes tenemos responsabilidad de decisión, para los líderes, directivos, profesionales del juicio, el silencio no es evasión ni pausa vacía: es la condición previa y necesaria del pensamiento profundo. Es el sonido de la presencia más genuina.
El silencio no es simpre ausencia de ruido
El filósofo existencialista Søren Kierkegaard, en su obra Edad Actual, decía: “Solo quien sabe mantenerse en silencio puede realmente hablar, y verdaderamente actuar”.[1] Quien lo ha experimentado sabe que el lugar de encuentro más íntimo —con uno mismo, con el propósito, con lo sagrado— es el silencio. No se trata de un entorno sin decibeles, sino de una disposición interna que nos reconcilia con lo esencial. Por eso los monjes se retiran al desierto. Por eso se hace silencio en los templos, hospitales, museos y bibliotecas: porque hay allí algo que excede lo inmediato, algo que pide reverencia.
Pero en el mundo de la dirección de empresas y el liderazgo contemporáneo, el silencio no solo tiene valor espiritual. Tiene poder operativo. Peter Drucker, el padre del management moderno, insistía en que todo líder necesita espacios de soledad deliberada para discernir lo importante de lo urgente.
Ryan Holiday, en Stillness is the Key, lo retoma con fuerza, echando mano a la experiencia de Randall Stutman, “quien durante décadas fue el asesor detrás de escena de muchos de los principales CEO y líderes de Wall Street, estudió en una ocasión cómo varios cientos de altos ejecutivos de grandes corporaciones recargaban energías en su tiempo libre. Las respuestas incluían actividades como navegar a vela, hacer ciclismo de larga distancia, escuchar música clásica en silencio, bucear, andar en moto y practicar pesca con mosca. Todas estas actividades, notó, tenían algo en común: la ausencia de voces”. [2]
La trampa del hacer por hacer
Vivimos atrapados en una cultura de hiperactividad que confunde movimiento con progreso, con resultados. Sin pausa, sin reflexión, sin detenernos a escuchar —al otro, al contexto, a nuestro propio juicio— caemos en una suerte de “activismo automático”. Hacemos por hacer. Llenamos la agenda, respondemos mails, empujamos decisiones como quien resuelve por impulso. Pero no todo lo que se hace sirve, y no todo lo urgente es importante.
Cuanto más arriba estamos en una organización, cuanto más impacto tienen nuestras decisiones, más peligroso es caer en esta trampa. Si no cuidamos el ser —donde habitan el propósito, la visión, el criterio y la integridad— el hacer se vuelve desordenado, reactivo, incluso dañino.
Un temperamento agitado no lidera: reacciona. Y quien no sabe detenerse a escuchar, tampoco sabrá deliberar ni liderar con prudencia.
El silencio como escucha activa
El silencio no es solo un recurso para la meditación e introspección. Es también una actitud frente al otro.
Nancy Kline, en Time to Think,[3] propone el silencio como un regalo: cuando escuchamos sin interrumpir, sin completar frases, sin querer tener razón, permitimos que el otro piense de verdad. El líder que escucha con atención —que se calla con elegancia y disposición— transmite respeto, genera confianza y estimula pensamiento de calidad en su equipo.
Stephen Covey también lo subraya: “Busca primero comprender, luego ser comprendido”.[4] Pero esa comprensión genuina no se logra hablando. Se logra haciendo silencio. El liderazgo dialogante, el que construye confianza, se forja en ese espacio.
El silencio como hábito directivo
La paradoja es que en una época que idolatra la comunicación, lo que escasea es el silencio. Queremos tener voz, ser escuchados, influir. Pero a veces la mayor influencia proviene del silencio que permite pensar, sentir, ordenar. No hay liderazgo auténtico sin la capacidad de hacer silencio para pensar bien.
¿Y cómo cultivar ese silencio? No hace falta irse a un monasterio. Bastan pequeñas decisiones: empezar el día con unos minutos de reflexión, bloquear espacios sin reuniones, cerrar notificaciones, caminar sin auriculares. Incluso en medio del caos urbano, puede hallarse un rincón —físico o interior— donde se escuche lo que importa: el propio juicio, la intuición, la conciencia.
El espacio importa. No basta con proponerse hacer silencio: muchas veces es necesario buscar o crear condiciones externas que lo faciliten. Por eso suelo recomendar a mis alumnos del IEEM que visiten la pequeña capilla que tenemos en la Escuela. Es un lugar de oración, sí, pero también un refugio sereno donde creyentes y no creyentes por igual pueden detenerse, respirar, escuchar su pensamiento. No hay pantallas, ni llamadas, ni parloteo. Solo bancos de madera, luz tenue y una atmósfera que invita a volver a uno mismo. El liderazgo también se cultiva en esos espacios: cuando damos un paso atrás, cuando salimos del ruido, cuando nos permitimos —aunque sea unos minutos— el privilegio del recogimiento.
Es en ese silencio donde podemos distinguir entre lo que conviene y lo que corresponde. Donde se gestan las decisiones que no solo resuelven, sino que ordenan. Donde se disipan los ruidos del ego, del miedo, de la presión externa. Y donde emerge con fuerza la voz interior que nos recuerda por qué hacemos lo que hacemos. Esta disposición, repetida, se transforma en hábito.
Para terminar, volvamos al inicio. Golpes, motores, voces. Ruido. Pero si aprendemos a cerrar las ventanas del apuro, si entrenamos el oído del alma, el silencio aparece. Y con él, la lucidez. Liderar en silencio no es retirarse del mundo. Es estar más presentes. Es pensar mejor, decidir mejor, ser mejores.
Porque, en definitiva, solo quien sabe estar en silencio puede pensar bien. Y solo quien piensa bien, puede liderar con sentido.
Referencias:
[1] Søren Kierkegaard, The Present Age, Harper Perennial Modern Thought (2010).
[2] Ryan Holiday, Stillness is the Key (2019).
[3] Nancy Kline, Time to Think (1999).
[4] Stephen Covey, The 7 Habits of Highly Effective People: 30th Anniversary Edition (2019).