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Horas de vuelo


Publicado el : 05 de Diciembre de 2025

En : General

Por Ángela Calabria, profesora adjunta del IEEM

Durante el análisis de un caso, en el marco del programa BOLD del IEEM, hice una pregunta que a mi parecer era importante: “¿No debería llamarnos la atención que, en una negociación de este tipo, intervenga el fiscal general de la Nación?”.

Esa simple pregunta, que surgió casi como un reflejo, abrió una línea de razonamiento que nadie había considerado. Al finalizar, un colega se acercó y me dijo con entusiasmo:
—La clavaste en el ángulo con lo del fiscal.
Sonreí y respondí casi sin pensarlo:
—No fui yo. Fueron horas de vuelo aplicando el Método del Caso.

Del aula al criterio

Esa frase —las horas de vuelo— resume lo que sucede cuando uno aprende no solo a participar en clase, sino a pensar con método. Al principio, el análisis de casos exige esfuerzo: distinguir hechos de opiniones, formular hipótesis, escuchar perspectivas. Pero, con el tiempo, algo cambia: el pensamiento se vuelve músculo. El método entrena la mirada y enseña a anticipar lo que otros todavía no ven.

Antonio Valero lo expresaba con claridad: “La dirección no es una ciencia exacta, sino un arte práctico”. Y, como todo arte, requiere práctica deliberada. El Método del Caso, más que un instrumento pedagógico, es una escuela de juicio: enseña a decidir en la incertidumbre, a razonar antes de actuar y a actuar con sentido.

Aprender haciendo, pensar actuando

Desde sus orígenes en Harvard, el Método del Caso busca reproducir la complejidad del mundo real. En el aula, no hay respuestas correctas: hay argumentos, dilemas y consecuencias. Cada discusión entrena algo más profundo que la mente, forma el criterio moral del directivo. El método enseña a sostener la duda sin perder la serenidad, a tomar decisiones con información incompleta y, sobre todo, a escuchar.

Como recuerda Luis Manuel Calleja en Diálogos, el aula no es una arena para demostrar superioridad, sino un espacio donde el pensamiento se depura en comunidad. En esa deliberación colectiva se cultiva una virtud que distingue a los buenos líderes: la prudencia, esa capacidad de ver la realidad en su totalidad antes de decidir.

Las virtudes del directivo

El aprendizaje técnico tiene su valor, pero la verdadera formación directiva trasciende la técnica. Las virtudes —prudencia, justicia, fortaleza y templanza— son las que convierten el conocimiento en acción recta. El Método del Caso entrena justamente eso: el hábito de pensar bien para obrar bien. Las virtudes se ejercitan como los músculos, a fuerza de constancia.

Y cuando el método se encarna en hábito, muchas veces se confunde con intuición. Pero no es instinto. Es experiencia organizada, fruto de haber entrenado la mente y el carácter para responder con criterio, aun bajo presión.
Como un médico en una emergencia, el directivo no puede detenerse demasiado tiempo a pensar: debe actuar. Esa aparente espontaneidad no surge del azar, sino de haber incorporado herramientas que permiten decidir con sensatez en situaciones límite. La intuición madura es, en realidad, el método interiorizado.

Cuando el método se vuelve hábito

Aquella tarde entendí que la pregunta sobre el fiscal no fue un golpe de suerte. Fue la consecuencia natural de años de práctica reflexiva, de análisis compartidos y de tantos docentes que, con paciencia, nos enseñaron a mirar distinto. Porque el método, cuando se asimila de verdad, deja de ser técnica para convertirse en hábito. Y ese hábito —el de pensar antes de actuar, deliberar antes de decidir y decidir con sentido— es, quizás, la mejor definición de un buen líder.

Como decía Valero: “Dirigir no es imponer, es ayudar a que otros aprendan a decidir”. Y en eso consiste, en última instancia, la tarea del buen directivo: formar criterio, cultivar virtud y poner el conocimiento al servicio del bien común.


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