Por Margara Ferber, profesora del IEEM
Hace unos años, uno de mis sobrinos tuvo un hermanito que lo desplazó como benjamín de la familia. Un día, cansado de escuchar que ahora él era grande, preguntó con inocencia: “¿Pero yo cuándo crecí?”.
La vida es una constante transición y la primera puede habernos sucedido cuando todavía éramos demasiado pequeños como para darnos cuenta de lo que nos pasaba. “El sol sale, y el sol se pone, y vuelve con presteza a su lugar de donde se levantó”, dice la Biblia, en Eclesiastés 1:5. Los días nacen y mueren, uno tras otro, hasta llegar al hoy. En breve, octubre. Seguro nos estaremos preguntando, pero ¿cómo?, ¿el año cuando pasó?
¿Y la vida?
Esta es una pregunta que cuesta más hacernos, pero que nos debemos.
Hay transiciones obligadas, impulsadas por distintos tipos de pérdidas —muere uno de nuestros padres o nos echan del trabajo—. Y hay transiciones buscadas, que suceden cuando un día nos damos cuenta de que hay algo en nuestras circunstancias que deseamos cambiar. Hay transiciones que nos abofetean con su urgencia. Y hay de las silenciosas, que nos van llevando despacito. Como un barquito mecido por las olas, sin mucha idea de en qué puerto va a echar el ancla. Son esas pequeñas acciones que hacemos, o que omitimos llevar a cabo, que de tan pequeñitas que son parecen intrascendentes. Pero, sumadas, nos van cambiando, hasta que un día cualquiera, en un instante, nos sorprendemos con el resultado: la persona en la que nos convertimos. Una persona que quizás nunca quisimos ser.
Las dos preguntas
Podemos esperar a que algo nos empuje a hacer una transición o dejar que la vida y las circunstancias nos conviertan a su aire. Pero también podemos contestar estas dos preguntas y después poner manos a la obra, iniciando una transición hacia nuestro futuro deseado:
Estas interrogantes requieren de una respuesta reflexiva, auténtica y personal:
Tres aprendizajes sobre la transición personal
Tenemos que perder primero, para ganar después. Hay algo que debemos abandonar para dejar espacio a lo nuevo. Inclusive cuando el futuro deseado lo divisemos deseable, tendremos que hacer elecciones difíciles. Sacrificios. Resignar parte de nuestro sueldo para apostar por un emprendimiento, quitarle horas al deporte para estudiar, no viajar por unos años para tener un hijo. La vida son elecciones. No se puede tener al mismo tiempo el pan y la torta.
Salir de la seguridad de la zona de confort para alcanzar ese futuro deseado, pero incierto, implica que demos un salto al vacío. Por un tiempo vamos a estar en el aire. Y sí, puede que en esos momentos nos preguntemos en qué estábamos pensando. Los saboteadores que viven en nuestras cabezas querrán armar una fiesta, depende de nosotros que les apaguemos la música y les cortemos el alcohol. Ayuda recordar qué fue lo que nos llevó a saltar y comprender que, aun si damos marcha atrás, ya no volveremos al punto de partida. Quedará un recuerdo incómodo que nos aguijoneará el resto de la vida, porque se siente infinitamente peor rendirnos a mitad del camino que fracasar habiéndolo intentado hasta el final.
El pasado ya pasó, el futuro está, o no. Solamente tenemos el hoy. Se trata de disfrutar el ahora en la verdadera acepción de la palabra, que no se riñe con el sufrimiento. Es buscar el medio vaso lleno en cada situación, sacando con un colador los recuerdos tristes que enturbian las aguas.
A mí me pasaba con el otoño. Después de un verano lleno de familia y diversión, las clases llegaban de su mano. Mis primos volvían a la ciudad, pero nosotros nos quedábamos unos días más. Recuerdo estar sentada en la hamaca junto a la piscina donde el agua ya mostraba tintes verdes, sola, y mirar las hojas caer de los árboles, marrones y marchitas. Cuando descubrí en qué se sostenía la tristeza, pude cambiar la mirada y apreciar la belleza otoñal. Pude ver los colores ocres y naranjas de distintas tonalidades de las hojas que tapizan el paisaje como una postal. Son colores que se replican dentro de algunos hogares, en las estufas de leña donde crepita el fuego. Un sonido que también remite a recuerdos felices en familia.
Muy lindo todo, pero a mí ya se me pasó el tren
Recuerdo cuando descubrí que ya no era joven. Ese devenir de segundos en minutos, horas, días, semanas, meses, años… de pronto, en un instante, se mostró todo junto en la imagen que me devolvía el espejo: “Y yo, ¿cuándo envejecí?”.
A veces, el calendario nos juega malas pasadas. Es como cuando debido al pronóstico del tiempo, que anuncia lluvias torrenciales, suspendemos el asado del fin de semana y después solo caen cuatro gotas y de madrugada. Desestimamos lo que podemos lograr todavía. Nos decimos que estamos grandes, que carecemos de las condiciones físicas o intelectuales, o del dinero, para hacer una carrera, o para poner un negocio, o para correr una maratón. Y después vemos a personas mayores que nosotros, o más enclenques, o menos pudientes, que lo logran, y nos maravillamos. Pero volvemos a pensar: “Ahora sí que ya es tarde”. Y nos vuelve a pasar. Una y otra vez. Somos el barquito a merced de las olas del mar, sin brújula ni destino elegido para llegar.
Ayer ya pasó, mañana nadie asegura que estemos. Tenemos hoy para hacernos las dos preguntas y comenzar la transición hacia la persona que fuimos llamados a ser.