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Vidas fantásticas


Publicado el : 14 de Noviembre de 2018

En : Prensa

Por Pablo Regent, decano del IEEM, escuela de negocios de la UM

Decimos que son los más jóvenes los que usan constantemente las redes sociales, pero muchos adultos también sienten esa necesidad de mostrar cómo están, cómo se sienten o lo bien que la están pasando…

“3 de enero de 1983. Para peor, lunes. No puedo olvidarme de aquel día y aquel verano. Tenía 18 años, había marchado en dos exámenes y me la jugaba para entrar a facultad. Además, como recién había entrado a trabajar, ni ahí de irme para afuera. Hacía un calor insoportable, en la oficina no había aire acondicionado y a la salida me tenía que encerrar a practicar funciones para salvar matemáticas. Obvio que en Montevideo no había un alma. Todos mis amigos andaban en alguna playa. Ni te cuento que para peor me había peleado con mi novia justo antes de Navidad. Y ahora ella estaba en Punta pasando bomba, saliendo a bailar y olvidándose de mí. En fin, te imaginarás que para un adolescente la mano venía brava. Pero eso no fue nada comparado con la calentura que me agarré cuando de noche prendí la tele y comenzaron a aparecer las escenas de Verano del 83. Todo el mundo feliz, chicas divinas en la playa, risas para acá y para allá. Boîtes llenas de gente, luces, música a tope, todo el mundo bronceado, y yo acá, blanco como una papa, comiendo una pizza tirado en el sillón. ¡Que bajón, viejo! El único gil que estaba en Montevideo aburriéndose era yo. No te imaginás la depre que me agarré. ¿Por qué si todo el mundo se estaba divirtiendo yo no podía hacerlo también?”.

Si hoy tenés entre 45 y 60 años es imposible que no te acuerdes de Carlos Iglesias, Patricia Della Giovampaola, Daniel Branáa, de la música de radio Independencia. Era el programa con el cual el 12 te mostraba Punta del Este en todo su esplendor. Mi amigo, cincuentón como yo, me recordaba aquel momento oscuro de su adolescencia. Afortunadamente, no era, ni es, un tipo débil de espíritu y pudo sobrellevarlo, digamos que sin secuelas psíquicas permanentes. Hablando más en serio, mi amigo recordaba aquello un poco por simple nostalgia y otro poco para ilustrar al grupo de amigos con el que compartía mesa en un casamiento lo que para él se estaba volviendo algo difícil de superar para los nuevos adolescentes. Según él, lo que hoy se vive en las redes sociales, de las que continuamente se están subiendo fotos de conocidos, o no tanto, en una playa, en un barco, o paseando en bicicleta por vaya a saber uno cuál recóndito país, siempre alegres, con aspecto de despreocupados y haciendo lo más posible para mostrar que la vida les sonríe, no es más que aquello que se veía en la tele una noche a la semana. Ahora, por el contrario, lo estás viendo 24/7. Madrugás para estudiar para un examen, y tenés las fotos de tres o cuatro tomando sol en Cancún o bailando en Ibiza. Caminás por Ciudad Vieja esquivando baldosas flojas, aturdido por los escapes libres y las bocinas, y en tu celular ves a uno que te escracha su alegría desde una selfie en Tailandia. Y qué decir de las nuevas modelos. Chicas que se sacan mil fotos, y Photoshop mediante, suben la que las muestra perfectas y diosas para compartir amablemente con todas las que por físico, actitud o simple economía no pueden ni aspirar a parecerse.

#Instagood

Tiene razón mi amigo. Más de lo que me pareció aquella noche mientras lo escuchaba. ¿Cuál es la necesidad de mostrar a los demás lo espléndida que es la vida de uno? Para empezar, habría que ver si es tan fantástica. Pero incluso si lo fuera, ¿para qué mostrarlo? Y si esa felicidad rebosante no es tal, ¿vale la pena ser tan hipócrita? Seguramente todo esto tenga que ver con algunas características emocionales y psicológicas que no alcanzo a entender. Renunciando a hacerlo me permito avanzar a lo que me importa, y más aún, me preocupa.

Siempre ha habido diferencias entre personas que la pasan peor y otras que la pasan mejor. Con mérito y sin él, injustamente o no. Como sea, siempre ha sucedido. No estoy abogando por esconder a los que la pasan bien para que los que no la pasan tan bien “no sufran”. Más bien todo lo contrario. Qué bueno verlo para que eventualmente sirva de acicate a estos para alcanzar el bienestar de aquellos. Se trata de otra cosa. Se trata de la creación de una imagen tergiversada de la realidad, que muestra una y otra vez estándares de felicidad inalcanzables, irreales, pero que se convierten en lo que muchos imaginan han de alcanzar so pena de ser unos desgraciados.

Imaginemos por un momento si se lanzara una campaña en la cual nadie sube fotos o videos que den una imagen de lo que no es. Tengo claro que es muy difícil llevarla a cabo. Alguien me ha dicho que justamente mucha gente que siente un vacío en su vida, que percibe que todo va mal, se ve impelida a mostrarse fantásticamente como una forma de defensa. En estos casos, quizás sea mejor acudir a ayuda profesional, pues no parece que Instagram sea la solución. Pero en los otros, en aquellos en que sencillamente esta tendencia es una costumbre y hasta una forma de comportarse, que parece que si no se cumple se está hasta en falta, quizás sí podamos ser un poco más austeros o reservados con lo que mostramos. Para terminar, si bien los adolescentes parecen ser los más vulnerables a todo lo hablado en esta columna, en lo más mínimo me animaría a afirmar que no es un problema que afecta a muchos adultos biológicos, incluso en una forma más pronunciada que a los jóvenes.

Publicado en Café & Negocios, El Observador, 14 de noviembre de 2018.


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