Por Leonardo Veiga, profesor del IEEM
Las adicciones suelen abordarse desde la medicina o la psicología, pero rara vez desde la economía. Sin embargo, el consumo compulsivo de sustancias y servicios altera de manera significativa el comportamiento económico de las personas y, a su vez, abre oportunidades de rentabilidad para las empresas. Este doble efecto plantea un dilema: lo que asegura ingresos privados puede generar grandes ineficiencias sociales que el mercado, por sí solo, no logra corregir.
Alteraciones en el comportamiento económico
La teoría económica clásica asume que los consumidores eligen maximizando bienestar, ponderando beneficios y costos. Las adicciones rompen este supuesto.
En primer lugar, distorsionan la racionalidad temporal. Se sobrevalora el beneficio inmediato (el placer del cigarrillo, la euforia del alcohol, el efecto de la marihuana o la cocaína, la gratificación de un “like” en redes sociales, la emoción de una apuesta) y se subestiman los costos futuros, como problemas de salud, endeudamiento o pérdida de productividad.
En segundo lugar, las adicciones reducen la elasticidad de la demanda. El fumador mantiene su consumo, pese a aumentos de precio; lo mismo ocurre con el bebedor habitual, el consumidor compulsivo de comida, el adicto a la cafeína o al azúcar, o el jugador de casinos y apuestas digitales. La rigidez de la demanda explica por qué estos productos se sostienen en precios elevados respecto de sus costos.
Además, las adicciones generan compulsión y pérdida de autocontrol. No se trata solo de drogas ilegales o alcohol: también se observa en el consumo excesivo de comida, en las compras compulsivas, en los videojuegos o en el trabajo patológico (workaholism). En todos los casos, la decisión ya no pasa por una evaluación consciente, sino por un impulso que erosiona la libertad de elección.
Finalmente, aparece un efecto de exclusión: recursos que podrían destinarse a educación, vivienda o salud se canalizan a sostener el hábito, desplazando consumos de mayor bienestar.
La rentabilidad de estimular las adicciones
Para las empresas, estos patrones de comportamiento representan una fuente excepcional de rentabilidad.
Primero, la demanda se vuelve asegurada. La recurrencia en el consumo de alcohol, cigarrillos, marihuana, psicofármacos o comida garantiza ingresos estables y reduce el riesgo comercial.
Segundo, las adicciones conductuales permiten la captura del tiempo y la atención. Redes sociales, videojuegos, plataformas de streaming y casas de apuestas en línea diseñan sus servicios para maximizar permanencia: notificaciones, recompensas intermitentes, actualizaciones constantes. Cuanto más tiempo pasan los usuarios, más datos, publicidad y compras adicionales se generan.
Tercero, existe una asimetría de información. Las compañías conocen los efectos de la cafeína, el azúcar, la nicotina o la dopamina digital sobre el cerebro, y diseñan sus productos para explotar vulnerabilidades. Lo mismo ocurre con el marketing del alcohol, que se asocia con éxito social, o de las compras en línea, que promueve descuentos y escasez artificial para inducir impulsos.
En suma, estimular adicciones es redituable porque asegura ingresos constantes, fideliza involuntariamente al consumidor y permite capitalizar su pérdida de autocontrol.
Ineficiencias y fallas del mercado
La lógica del mercado sugiere que, si un producto causa daño, los consumidores dejarán de comprarlo o surgirán competidores con alternativas mejores. Pero esto no ocurre con las adicciones debido a:
Conclusión
Las adicciones —ya sea al tabaco, al alcohol, a la marihuana, a las drogas ilegales, a los psicofármacos, a la comida, a la cafeína, a las apuestas, a los videojuegos, a las redes sociales, a las compras compulsivas o incluso al trabajo— constituyen un desafío central para la economía. Desde el punto de vista individual, distorsionan la racionalidad y alteran la asignación de recursos. Desde la perspectiva empresarial, representan una fuente de rentabilidad segura y creciente. Pero, para la sociedad, son un recordatorio de que el mercado, por sí solo, no logra corregir estas distorsiones: la información no detiene la compulsión, las externalidades se multiplican y la competencia refuerza los incentivos dañinos.
Las regulaciones e intervenciones estatales suelen ser ineficaces e ineficientes en esta lucha. El hecho de que la propia Intendencia de Montevideo administre un casino es quizá la ilustración más clara de esa contradicción: el Estado aparece al mismo tiempo como promotor y como supuesto regulador de una de las adicciones más dañinas.
En este escenario, las empresas no pueden limitarse a maximizar rentabilidad financiera ignorando el costo social. El compromiso con la sociedad exige ser proactivas en abordar el problema, aunque es ingenuo pensar que una empresa aislada pueda revertirlo si las reglas de juego apuntan en sentido contrario. La clave está en la autorregulación empresarial: establecer límites, códigos de conducta y mecanismos de prevención que eviten caer en la explotación sistemática de la vulnerabilidad de los consumidores. De lo contrario, el riesgo es terminar enfrentando una regulación externa más dura e ineficaz, impuesta in extremis.
La economía de las adicciones muestra así una tensión decisiva: lo que es redituable para la empresa puede ser destructivo para la sociedad. La respuesta responsable no es negar esa tensión, sino asumirla como parte de la misión empresarial. Solo con visión de largo plazo y un compromiso ético explícito, las empresas podrán demostrar que sus objetivos no se reducen a lo financiero, sino que incluyen también la construcción de una sociedad más libre, sana y sostenible.